Si bien es cierto que la modernidad, en cuanto experiencia vital, ya venía gestándose desde hacía cinco siglos atrás, es solo en el siglo XIX cuando irrumpe con toda su fuerza. Produce una aceleración súbita del tiempo histórico, desencadenando la desestructuración del proceso anterior e instaurando en el seno de la civilización – concomitantemente con el desarrollo de las fuerzas productivas– un nuevo “orden mundial” y una nueva forma de concebir la existencia, centrada cada vez más en la ciencia y la técnica, cuyos parámetros principales pueden establecer a partir de “la secularización de la cultura, la visión científica de la vida, la confianza en las posibilidades utilitarias de la tecnología, el culto a la razón, al éxito y a la acción, el temor a la permanencia y a la obsolescencia, y la preocupación por la productividad, es decir, la preeminencia del pragmatismo y el progreso” (Álvaro Pineda-Botero 17). Sin embargo, más que ser un conjunto de rasgos característicos de una época o un período de la historia, la modernidad es, sobre todo, un estado de conciencia, una reflexión sobre el presente, un “ethos filosófico”, una actitud ante el mundo y la vida, entendiendo por esta, tal como señala Michel Foucault (1993), “un método de relación con respecto a la actualidad, una elección voluntaria hecha por algunos; en fin una manera de pensar y sentir, una manera también de actuar y conducirse que marca una pertenencia y se presenta como una tarea al mismo tiempo” (11).