En una práctica que se inició tempranamente en el siglo XVI, pero que pervivió hasta bien entrada la centuria siguiente, algunos descendientes de los antiguos señores indígenas de la Nueva España fueron educados en los refinamientos y parámetros de la cultura europea: el alfabeto, el latín, la retórica, etc., sin que por ello hubieran dejado de formarse, paralelamente y en el seno de sus propias comunidades, en los usos y tradiciones precolombinas que aún sobrevivían. Unos cuantos de ellos se dieron luego a la tarea de escribir historias, siempre usando los caracteres latinos, a veces en español, a veces en náhuatl u otra lengua autóctona (Romero Galván, “Introducción”16). A estos cronistas son a los que conocemos propiamente como escritores de tradición indígena y con ellos, por primera vez aparece entre los naturales el principio o la práctica de la autoría, esto es que, ya en el cuerpo mismo del texto ya en la portada, invariablemente consignaron sus nombres. Las historias que escribieron se sujetaron comúnmente a los lineamientos de las obras europeas de contenido histórico y sus autores las ordenaron en capítulos y parágrafos, a la manera de las homólogas del Viejo Mundo que, muy posiblemente, tuvieron a su alcance (Levin y Navarrete 55-96; Inoue Yukitaka, El escribir colonial; Crónicas indígenas).